La parábola del rico y Lázaro

Había un hombre rico que vestía de púrpura y lino fino, y cada día celebraba fiestas espléndidas. Un pobre llamado Lázaro yacía a las puertas de su casa cubierto de llagas, ansiando saciarse con las migajas que caían de la mesa del rico; incluso los perros venían a lamer sus llagas. El pobre murió, y los ángeles lo llevaron al lado de Abraham. El rico también murió y fue sepultado.

En el reino de los muertos, en medio de tormentos, alzó los ojos y vio a lo lejos a Abraham, con Lázaro a su lado. Entonces exclamó:
—Abraham, padre mío, ten piedad de mí y envía a Lázaro para que moje en agua la punta de su dedo y refresque mi lengua, porque sufro terriblemente en medio de estas llamas.

Abraham le respondió:
—Hijo, recuerda que en vida recibiste tus bienes, y Lázaro, a su vez, males. Ahora él encuentra consuelo aquí, mientras que tú sufres. Además, entre nosotros y vosotros hay un abismo tan grande que nadie puede cruzarlo de aquí hacia vosotros, ni de ahí hacia nosotros.

El rico insistió:
—Entonces, padre, te ruego que lo envíes a la casa de mi padre, donde tengo aún cinco hermanos. Que Lázaro los prevenga para que no acaben también ellos en este lugar de tormento.

Abraham le respondió:
—Ya tienen a Moisés y a los profetas; que los escuchen.

El rico insistió aún más:
—No, padre Abraham; pero si va a ellos alguno de los muertos, se arrepentirán.

Abraham le dijo:
—Si no escuchan a Moisés y a los profetas, tampoco se persuadirán aunque resucite alguno de entre los muertos (Lucas 16:19-31).