Había una liebre bastante presumida. Un día, yendo por el bosque, se encontró con una tortuga que caminaba fatigosamente con su casa en el cuello. La liebre comenzó a burlarse de la tortuga y le propuso:
—Podríamos hacer una jugarreta, a ver quién llega primero a la cima de la montaña.
La tortuga la miró de reojo y aceptó. Al fin y al cabo, si perdía, no le importaba, todo quedaba solo en un juego.
La liebre, desdeñosa, pensaba: "¡Pobre tortuga cargada con este peso!... Yo, con mi ligereza, llegaré a la cima de un par de saltos... Pero bueno, ¿por qué correr? Dado que estoy segura de ganar, descansaré un rato".
Mientras tanto, la tortuga, paso a paso y sin pensarlo dos veces, seguía subiendo con su lentitud.
Después de un tiempo, la liebre volvió a atrapar a la tortuga. Muerta de risa, dijo: "Descansaré otra vez, ya que en un abrir y cerrar de ojos la he atrapado..." Y se puso a descansar tan confiada que se quedó dormida.
Cuando se despertó, subió a la cima y se encontró con la tortuga que la estaba esperando, contenta y satisfecha.