¿Qué más puedo hacer, sino llorar?

Era de noche y estaba él solo. Vio de lejos las murallas de una gran ciudad y se aproximó.

Cuando estaba ya muy cerca, escuchó la algazara, las risas de alegría y el sonido penetrante de la música. Llamó, y uno de los guardas lo abrió. Contempló una casa de mármol con unas suntuosas columnatas. En la gran sala de la fiesta, vio tumbado en una cama de púrpura a un joven con el pelo coronado de rosas rojas y con los labios encendidos por el vino. Se acercó, le tocó en el hombro y le dijo:

—¿Por qué llevas esa vida? Y el joven se volvió y, habiéndolo reconocido, contestó:

—Yo era leproso y tú me curaste. ¿Y qué otra vida iba a llevar?

Un poco más allá vio a una mujer con la cara pintada y un vestido de colores llamativos. Sus pies llevaban calzados con perlas. Detrás de él, iba un joven con el paso lento como de un cazador. La cara de la mujer era hermosa como la de un ídolo y los ojos del joven brillaban, encendidos de deseo. Y él, tocándolo en una mano, le dijo:

—¿Por qué vas detrás de esa mujer y la miras con esos deseos impuros? El joven se volvió y, habiéndolo reconocido, dijo:

—Yo era ciego y tú me devolvías la vista. ¿Y con qué otra mirada debía mirarla? Él tocó el traje de la mujer, que le dijo:

—Me perdonaste todos mis pecados, y ese camino que sigo es agradable...

Entonces él sintió en su corazón un pinchazo de tristeza y abandonó la ciudad.

Al salir, vio sentado en un banco a un chico que lloraba. Se acercó, y acariciando los rizos de su pelo, le dijo:

—¿Por qué lloras?

El chico levantó los ojos para mirarle, y reconociéndole, dijo:

—Yo estaba muerto, y tú me resucitaste. ¿Qué más puedo hacer, sino llorar?

ÓSCAR WILDE