¡No seas cándida!

En un pueblecito una mujer quedó muy sorprendida al ver a un desconocido, vestido de veintiún botón, que le pedía algo que comer.

—Lo siento —dijo ella—, pero ahora mismo no tengo nada que darle.

—No se preocupe —respondió con amabilidad el desconocido—. Llevo una piedra de sopa en el bolso: si usted me lo permite, la meteré en una olla de agua hirviendo y saldrá la sopa más sabrosa que nunca se pueda imaginar.

A la mujer le picó la curiosidad, puso la olla en el fuego y fue a explicar el secreto a las vecinas. Cuando el agua se puso a hervir, todo el vecindario lo sabía. Lo desconocido dejó caer la piedra en el agua, probó una cucharada lamiéndose los bigotes, y exclamó:

—¡Deliciosa! Sólo necesitarían unas patatas.

—¡Yo tengo en la cocina! —gritó una mujer. Y en unos minutos tenía a mano una gran fuente de patatas.

El desconocido volvió a probar la calderada.

—¡Extraordinaria! —y añadió con parsimonia: —Si tuviéramos unos trozos de carne, nos lameríamos los dedos!

Otra ama salió como un rayo. Lo desconocido giró los ojos en blanco: —¡Qué maravilla! Con cuatro verduras sería perfecto, absolutamente perfecto...

Una de las vecinas trajo una cesta llena de cebollas y zanahorias.

El desconocido volvió a probar el guiso, y con un gesto autoritario, añadió:

—¡La sal! ¡Falta sal!

—¡Aquí la tiene! —dijo la ama ilusionada.

Añadió otra orden:

—¡Traed platos para todos!

Se entablaron todos a devorar la espléndida comida. Todos eran felices, charlaban por los descosidos y reían mientras compartían la comida. En medio de la xerinola, el desconocido se escabulló silenciosamente, dejando como recuerdo una milagrosa piedra de escudella, que aquellos aldeanos podrían utilizar siempre que quisieran.

ANTHONY DE MELLO