Retrato ideal del buen alumno

Al pare Manyanet le gustaba relacionarse de manera familiar con los alumnos de los colegios fundados por él. Conversaba durante el recreo, se interesaba por sus problemas, preguntaba sobre sus familiares, los estudios...

Era un educador excelente y estaba de la opinión de que el trato familiar es necesario para conocer a la persona y, en consecuencia, educar.

Él tenía muy claro el retrato ideal del buen alumno. Decía que el buen alumno es exacto en la distribución del tiempo y puntual. Cumple lo mejor que sabe las órdenes de los profesores y de las personas con cargos directivos. No discute ni se pelea con los compañeros, sino que expone las razones con moderación. Es aplicado en clase y en el estudio. No pierde el tiempo, porque sería una lástima no aprovechar las oportunidades de esta etapa fundamental de la vida, por culpa de la pereza y la negligencia. Hace los trabajos o las tareas con gran diligencia y nunca molesta. En definitiva, tiene amor al trabajo.

Con los compañeros es afable y colaborador, pero no permite delante suyo una palabra o una broma de mal gusto.

Es dócil y obediente a quienes tienen autoridad, estima a los profesores y agradece el esfuerzo que hacen por educarlo. Este amor y respeto son una prolongación del cuarto mandamiento de la Ley de Dios: "Honrarás al padre y a la madre." Tiene un amor filial a Dios, nuestro Padre del cielo; por eso cultiva la oración y recibe los sacramentos. Es puro de pensamiento y de obra.

Cuida de los libros y del material, tanto el particular como el común. No malgasta el dinero, sino que es ahorrador. Es pulido en la forma de vestir, pero sin vanidad.

Es un retrato alentador, ¿no te apuntas?