Hay una leyenda que cuenta que cuando nació Jesús, cuatro magos de oriente decidieron visitarlo. Quedaron de encontrarse en una posada que había en la llanura mesopotámica. Artajan, el cuarto rey mago, venía de muy lejos. Poco antes de llegar al lugar acordado, escuchó gemidos que provenían de entre unos arbustos. Se acercó y encontró a un niño llorando junto a su madre muerta. Estaba muy cansado pero ayudó al niño a trasladar a su madre y darle sepultura. Luego le dio un rubí que llevaba para el niño Jesús.
Continuó su camino, pero como había perdido mucho tiempo, cuando llegó a la posada, Melchor, Gaspar y Baltasar ya se habían marchado. Él siguió solo. Preguntando por todas partes, logró llegar a Belén y se encontró con un espectáculo aterrador. Los soldados de Herodes estaban matando a los niños de Belén después de arrebatárselos a sus madres. Hizo lo que pudo, tomó a un niño y a su madre y los escondió en una casa, y cuando llegaron los soldados, les dijo que allí no había nadie. Luego le dio un diamante, su segundo regalo para Jesús, a esa madre para que pudiera cuidar de su pequeño.
Alguien le dijo que la Sagrada Familia se dirigía a Egipto y él se encaminó hacia allí. Pasó mucho tiempo buscando, entregó su último regalo, una maragda, a un pobre anciano que se estaba muriendo de hambre. Tuvo noticias de que Jesús había regresado a su país y se fue a buscarlo. Pasó treinta años buscándolo. Finalmente, un día, en Jerusalén, le dijeron que Jesús estaba en el Calvario, se apresuró a ir allí; no quería perder a Jesús por nada del mundo. En el centro de Jerusalén, lo sorprendió un terremoto y una teja desprendida de un tejado le cayó en la frente. Luego vio una gran luz y, poco antes de expirar, sintió que decía:
—Finalmente te he encontrado, mi Jesús, aunque ahora me doy cuenta de que siempre has estado conmigo.