7 de mayo de 1823. Ludwig van Beethowen estrena su Novena Sinfonía. De ella cabe resaltar el cuarto movimiento del que se ha inmortalizado la canción de la Alegría, considerada como una de las piezas clásicas mejor construidas, actual himno de la Comunidad Europea.
Nació Lugwig en Bonn (Alemania). Las primeras lecciones las recibió de su padre, quien al ver la inclinación de su hijo a la música, comenzó a instruirlo en este arte cuando el niño tan sólo contaba cuatro años. A los siete años ya daba conciertos de piano.
En 1787 Beethowen fue a Viena para recibir clases de otro músico genial: Mozart. Sin embargo estas clases duraron muy poco, debido a la penuria económica de Beethowen y al fallecimiento de su madre en la ciudad de Bonn. Allí hubo de trasladarse urgentemente y alternar su dedicación a la música con el cuidado de sus hermanos, para los que ejerció de padre y madre.
Trabajaba incansablemente como músico y, aunque le fue conocida su valía como compositor, en el plano afectivo tan sólo cosechó fracasos. Varias veces estuvo enamorado, pero ninguna de ellas cuajó en matrimonio y vivió solo, ensimismado en sus composiciones.
El problema que marcó terriblemente la vida de Beethowen fue sin duda su sordera. Cuando tan sólo contaba treinta y cinco años, y se hallaba en lo más alto de su carrera, comenzó a sentir los primeros síntomas de la enfermedad. A la edad de treinta ocho años tuvo que abandonar su carrera de pianista y profesor del conservatorio. Lo más admirable de este músico es que compusiera la Novena Sinfonía, una de las mejores obras musicales de la humanidad, hallándose completamente sordo. Beethowen nunca pudo escuchar cómo sonaba su Novena Sinfonía.