La maravillosa Pascua de Dios

Cuando un niño está en el vientre de su madre, se encuentra a gusto. No conoce ningún otro universo. Naturalmente, no sabe por qué le van saliendo los ojos, los brazos, las piernas... Y llega un día en que, de repente, se le acaba el bienestar.

A este hecho nosotros le llamamos nacimiento.

Pero es un trauma para él. Da un grito de terror. Pronto toma conciencia de que es un ser vivo. Maravillosamente adaptado al nuevo mundo que le acoge. Ahora entiende la razón de sus ojos, de sus brazos, de sus piernas. Todo, de una manera irresistible, estaba preparándolo para la nueva vida. Y, por fin, puede mirar a su madre con los propios ojos, y puede descubrir su rostro.

Así es nuestro mundo, así es la vida. El universo es como un gran vientre. Vastos espacios donde la humanidad va tomando, poco a poco, forma humana. Es natural que nos encontremos en él como en nuestra propia casa. Pero estamos llenos de perplejidad. Sentimos cómo nos arrastran unos deseos de vida infinita, de amor desbordado y de fraternidad absoluta, como si se tratara de pies y piernas inútiles. Y todo esto rodeado de una intensa espera de felicidad.

Algún día el universo dará a luz, por fin, la humanidad: a eso le llamaremos muerte. Daremos un grito de dolor.

Pero Dios de eso le llamará un nacimiento.

Con lágrimas de alegría descubriremos que todo, absolutamente todo lo que formaba parte de nuestra vida humana —nuestros amores humildes, nuestros fracasos y nuestras aflicciones—, todo habrá sido una maravillosa preparación para esta nueva vida. Nada se habrá perdido. Y descubriremos el rostro de Dios, como un niño el de su madre.

Este gran alumbramiento ya ha comenzado. Cristo ha experimentado los primeros dolores. Ha vencido a la muerte. A eso le llamamos Pascua o Resurrección, es decir, el "paso" de la muerte a la vida.

J. M. DE PONCHEVILLE